domingo, 17 de junio de 2012

El general y los muchachos del nivel nueve cero.-

La primera vez que leí este relato contado en primera persona por este insigne general, reflexioné sobre esta hermosa profesión nuestra y acerca de la existencia de todo el ámplio universo que la rodea más allá del restringido mundo de la caza. Hoy, leyéndolo nuevamente años después, me vuelve a hacer reflexionar, pero esta vez enfocado hacia un aspecto diferente.

Que las Fuerzas Armadas no son más que un reflejo de la sociedad civil a la que sirven y de la que se alimentan ética y logísticamente, queda absolutamente demostrado en estos tiempos de escasez económica y moral, donde toda salvación parece poder llegar únicamente por la vía de reducir medios a un común denominador, de estrechar las costuras de unas ropas de por sí ya muy prietas, de ceñir los recursos sobre una prolongada curva que se vislumbra ante todos sin aparente fín. Fiel a este reflejo de la sociedad civil de la que nos amamantamos, parece que la solución la tenemos los militares en la punta de los dedos, soltando lastre humano del que ya no produce réditos en especie, llenando asilos de presentes con pasado, pero al parecer sin futuro. Para algunos ciudadanos parece que sobran notables generales, sin pararse a pensar que de lo primero que podemos prescindir en las Fuerzas Armadas es, en general, de los soldados de suficiente raspado, sea cual sea la graduación de estos.



Hace años existía un Mando de la Defensa Aérea ubicado en la base aérea de Torrejón, parte en los primeros edificios bajos de la izquierda según se entra por la avenida principal, parte en el búnker del COC situado un poco más allá. El Escuadrón de Alerta y Control nº8 situado en Canarias, dependía entonces de este Mando en cuanto a instrucción y mantenimiento, por lo que periódicamente se trasladaba allí un equipo de evaluación formado básicamente por personal de la 5ª Sección del Estado Mayor del Mando y de los otros Escuadrones de la Red de Alerta y Control. Se les llevaba en un DC-3 con el material, se les dejaba en Gando y una semana después, se les recogía y devolvía a la península.

El general de la historia, consumado reactorista y piloto de combate de gran prestigio dentro del Ejército del Aire, era entonces comandante y se encontraba destinado en dicho Mando de la Defensa Aérea. Le tocó entonces salir en el DC-3 para recoger en Canarias al personal de evaluación, con el capitán Gómez Torrente como segundo piloto, el brigada Dopico de mecánico y el brigada Toro de radio. LLegaron a Morón tras una hora y cuarenta minutos de vuelo, y mientras la tripulación repostaba el avión y su pequeña y sobria despensa, los pilotos se encaminaron a Planificación para cumplimentar la siguiente etapa del plan de vuelo instrumental, siéndoles asignado un nivel de crucero entre ocho cero y nueve cero. La previsión meteorológica era buena, con cielos despejados y un ligero viento de 150º.


Siguiendo la natural costumbre de la tripulación de alternar los puestos de vuelo, fue ahora el capitán Gómez Torrente el que se puso a los mandos para la siguiente etapa prevista de seis horas. Tras el despegue todo se sucedió con normalidad. El plan de vuelo se iba cumpliendo poco a poco, a una velocidad de dos millas y media por minuto. Charlaron, echaron un sueñecito y se comieron sus bocadillos regados con agua del botijo que la tripulación solía llevar en la parte de atrás para conservarlo fresquito. La mayor parte del vuelo se sucedía sobre Marruecos. En Safi abandonaron tierra y se adentraron en el Atlántico con rumbo a Lanzarote. Por delante, unas trescientas millas de oscuro mar.

Transcurridas unas dos horas avistaron tierra. El comandante no pudo evitar acordarse de Colón. Ya sobre la isla de Lanzarote observaron que sólo veían la parte alta de las montañas, permaneciendo los valles totalmente cubiertos como consecuencia del Siroco.

Pasado Lanzarote sobrevolaron Fuerteventura, encontrándose con la misma situación. Tras ponerse en contacto con Papayo, recibieron efusivos saludos a través de la radio, pues los controladores estarían en casa al día siguiente gracias a ellos. Pero a pesar de esas efusiones, el comandante no estaba tranquilo. Aquel viento flojo que les habían pronosticado en Morón, era más intenso de lo esperado, y con las horas transcurridas había hecho que la arena del desierto llegase a las islas.

Conectaron la radio con el Control de Las Palmas y comenzaron a oir voces en español e inglés. Los controladores anunciaban que la visibilidad era muy baja. Mientras continuaban su vuelo hacia Gando, la información de visibilidad les llegaba cada vez con mayor frecuencia y el comandante, con la carta de aproximación en la mano, observaba preocupado cómo las cifras que cantaban se aproximaban peligrosamente a los números de mínimos que en ella figuraban. En ese momento escucharon cómo el piloto de un 707 de la TWA comunicaba en inglés con un tono más elevado de lo normal, que frustraba la maniobra porque no había visto la pista.

Intentando buscar una solución al problema, la tripulación del DC-3 preguntó por la situación meteorológica en Tenerife. La contestación de Control fué contundente: Tenerife estaba cerrado al tráfico por severa turbulencia. El comandante no pudo evitar recordar fugazmente el DC-4 en el que perecieron el comandante Romero y el capitán López Pascual, y desechó inmediatamente la idea de probar cómo estaba el aeropuerto de Los Rodeos. Acto seguido comprobó que las cifras de la carta de aproximación coincidían con la visibilidad que tenían en Gando: ya era imposible intentar siquiera la maniobra, y para confirmarlo otro reactor de Lufthansa comunicó por la radio que frustraba. Como si Control hubiése adivinado sus intenciones antes de que la tripulación preguntase, les informó que El Aaiún se encontraba con cero visibilidad.

La situación estaba clara para todos; si no se metían en cualquier aeropuerto del archipiélago, no tendrían combustible para llegar a ninguno de los marroquíes que quedaban muy al norte. Gómez Torrente, Dopico y Toro miraron al unísono al comandante; sus miradas parecían decir: "ahí tienes la pelota, campeón, ¡a ver qué haces con ella!". Con el estómago encogido y la mirada perdida en el horizonte, el comandante sentía pasar, lentos, los segundos. Con más esfuerzo del que su tripulación fue capaz de captar, el comandante sonrió y dijo en voz alta: "nuestro nuevo alternativo, ¡Brasil!". Los otros ni pestañear pudieron. Aguantaron el tipo un segundo más, soltaron el aire contenido en los pulmones, y todos rieron con ganas por primera vez en lo que iba de vuelo.

Repuestos algo del susto, viraron rápidamente con rumbo inverso para intentar la única posibilidad que les quedaba. El capitán Gómez Torrente propuso ir a Lanzarote, pero el comandante decidió que fuese Fuerteventura que estaba más cerca. El comandante sabía que Gómez Torrente tenía parte de razón, pues Lanzarote tenía una pista más larga y mejores ayudas a la navegación. La visibilidad era la misma en ambos sitios, dos mil metros según Control, pero Fuerteventura estaba más cerca y la situación evolucionaba a peor muy rápidamente. Cabía, además, la posibilidad de que fuese en Lanzarote donde se cobijasen los aviones civiles que no habían podido entrar en Gando, acudiendo allí como náufragos agarrándose a la tabla y saturando el espacio aéreo y las rampas.

Sin desechar del todo la idea de ir a parar a una playa sobre la panza del avión en caso de que no pudiésen entrar, o de lanzarse en paracaídas en caso de no hallar una mejor solución, realizaron la maniobra de aproximación sobre la baliza situada cerca de la cabecera de pista. Con tren y flaps fuera se aproximaron a Fuerteventura manteniendo 500 pies de altura, pero no conseguían localizar visualmente la pista. Cuando por fín se hizo visible, se encontraban tan altos y tan cerca de la misma, que intentar el aterrizaje les hubiése supuesto reventar las ruedas o salirse de pista, así que frustraron la maniobra y aún con el avión sucio realizaron un viraje de 360º sobre el mar, manteniendo la altura para volver a establecerse correctamente en rumbo de pista. El capitán Gómez Torrente, experto piloto de DC-3, pilotaba absolutamente concentrado en el vuelo instrumental mientras el comandante y el brigada Dopico mantenían la vista en el exterior, atentos a cualquier contingencia y a que la pista se hiciese de nuevo visible.

Terminado el viraje y alineados perfectamente con la pista según los instrumentos, comenzaron a descender entre la niebla muy lentamente y a poca velocidad. El comandante y el brigada pegaban sus caras al parabrisas con los ojos como platos, mientras el capitán mantenía la aguja centrada y los parámetros correctos del vuelo. Tras unos segundos sin fín, el principio de la pista se hizo fantasmagoricamente visible, aunque borrosa, entre la niebla. Advertido de ello, Gómez Torrente miró ahora fuera y descendió con rapidez hasta pegar las ruedas del avión en el suelo. La tripulación se miró sonriente con aire de triunfo. Mientras la tarde iba cayendo, rodaron hasta la rampa, donde detuvieron los motores tras seis horas y cinco minutos de vuelo.

Tras informar al Oficial de Tráfico, la tripulación pasó el resto del día y la noche en el Cuartel del Tercio de La Legión "Don Juan de Austria", en el Puerto del Rosario, donde fueron agasajados con la habitual hospitalidad legionaria, entre buena comida, mejor bebida y algunos puros. Incluso les abrieron su economato fuera de hora, para que pudiesen efectuar sus pequeñas compras.

A la mañana siguiente, con un espléndido día que contrastaba aún más con la jornada anterior, despegaron de Fuerteventura con Gómez Torrente pilotando de nuevo el DC-3; pese a que se alternaba con el comandante a los mandos en las diferentes etapas del vuelo, el capitán sacó el avión de Morón, y sería él quien lo depositaría en Gando: esas "cosas" de los militares que no están escritas en ningún Reglamento, pero que se dan por asumidas independientemente de la graduación que se tenga.


Quedaba ahora el regreso a la Península. Saliendo de Gando, deberían hacer escala en Morón antes de volar a Manises para dejar al personal de Aitana, para por fín llegar a destino nuevamente en Torrejón. Cargado con todo el material del equipo de evaluación, diez hombres al mando del comandante Camacho, más los cuatro de la tripulación, el DC-3 se encontraba al límite de su peso máximo permitido al despegue. El comandante se encontraba junto al brigada Dopico revisando las tablas de carga, cuando en la línea apareció un subteniente que retirado por la edad, pretendía volver a Valencia, donde había mantenido su domicilio y familia. El subteniente conocía al comandante de su época con los Sabres, y le pidió permiso para subir al avión. Justos de peso, el comandante le explicó que no podía ser, pese a lo cual y debido a su insistencia, le interrogó acerca de su equipaje. La contestación fue que "solamente traía algunas cosillas". Presa de sentimientos encontrados, el comandante pidió al subteniente que se las mostrase mientras intentaba encaje de bolillos con los números de las tablas.

Poco después, el subteniente volvió acompañado de otro suboficial que conducía una transportadora sobre la que se encontraban varias maletas, una cama plegable con su colchón, varias cajas, bultos y encima de todo aquel ajuar, una jaula con un canario. Tras hacer la muestra como un pointer y recuperar el habla, el comandante le comunicó que no podía llevarle de ninguna de las maneras, que a lo sumo a él sólo sin sus cosas. Como muchos profanos en cuestiones técnicas del vuelo, el subteniente veía el asunto como una cuestión de espacio, cuando se trataba de un problema de peso. Tras la tajante negativa del comandante, el hombre se quedó en la rampa mirando con tristeza cómo subían al avión.

Bien entrada la tarde, el DC-3 despegó con delicadeza a los mandos del comandante. El vuelo transcurrió con normalidad, oscureciendo antes de llegar a la costa marroquí. Ya bien entrada la noche y antes de sobrevolar Casablanca, cuando aún volaban sobre el Atlántico, el piloto vió por su izquierda que se avecinaba tormenta. El capitán Gómez Torrente había ido atrás, y en la cabina permanecían Dopico y el brigada Toro, que continuaba pasando al comandante tiempos y estimadas hasta los nuevos puntos de notificación. Entraron en nubes con los destellos de los relámpagos de fondo. El DC-3 empezó a dar saltos y a moverse en todos sus ejes, mientras la lluvia y el granizo golpeaban con fuerza en los cristales y la estructura, donde sonaba como un tambor bien templado, cambiando de tono con los movimientos. El comandante hizo llamar al capitán Gómez Torrente, pero éste ya entraba en la cabina agarrándose donde podía.

Con ambos pilotos agarrando firmemente los cuernos de mando, ajustaron los motores para mantener una velocidad de 120 nudos, que era la recomendada por el manual para volar el avión bajo esas condiciones. Al golpeteo del granizo se sumaban los gruñidos producidos por los esfuerzos estructurales de la aeronave. Ambos pilotos trabajaban codo con codo, sudando. A veces los descensos eran muy pronunciados y bruscos. La cosa no pintaba nada bien y el comandante se acordó del subteniente que habían dejado en tierra. Más de una vez a lo largo de la historia de la aviación, ha ocurrido que alguien que iba a tomar un avión al que nunca subió por casuales circunstancias, después de ocurrir un accidente, iba contando a todos con voz y piernas temblorosas que se había salvado de milagro.


Las gotas de agua que comenzaron a caer sobre la cabeza del comandante, le hicieron abandonar la idea esa del "gafe". El agua caía ahora más abundante, y tanto su cara como su traje de vuelo estaban mojados. De pronto, un fuerte olor a quemado inundó la cabina; el agua que caía sobre los equipos calientes producía el efecto, y el comandante intuyó que se podría producir un cortocircuíto y anular total o parcialmente alguno de los sistemas eléctricos. Se volvió hacia Dopico y le dijo que preparase una linterna por si se apagaba la iluminación de cabina. El brigada, que iba encajado en la pequeña puerta que separaba la cabina de mando del resto del fuselaje con objeto de no darse contra el techo, al no poder mover totalmente sus brazos, levantó sus antebrazos y le enseñó no una, sino ¡dos linternas! que hizo destellar a la vez. El comandante no pudo dejar de sonreir ante la previsión del brigada, que había dejado corta la suya en tiempo y cantidad, como si estas cosas fuesen situaciones con las que las tripulaciones de transporte lidiaran de forma más o menos habitual.

El brigada Toro preguntó a Casablanca sobre la extensión de la tormenta. La contestación de Control fue que llegaba, según ellos, desde Casablanca hasta Tánger, es decir, que les quedaba más de una hora metidos en aquellas circunstancias. El termómetro marcaba una temperatura exterior ideal para la formación de hielo. Entre 1º positivo y -9º negativos las condiciones eran propicias al engelamiento; eran justo las temperaturas que se daban volando en esos niveles bajos, los utilizados por la aviación de transporte. De vez en cuando, Dopico encendía la linterna y miraba cada uno de los planos. Una de las veces, cuando apuntó el haz de luz por encima de la cabeza del comandante hacia el plano izquierdo, el piloto vió con desconsuelo que la goma negra del borde de ataque del ala estaba blanca; el hielo había aparecido.

El comandante pidió permiso para cambiar de nivel y evitar así el engelamiento, pero no se les autorizó a ascender por haber otros tráficos rápidos ocupando esos niveles. Era imposible para ellos salir del nivel nueve cero. Afortunadamente pudieron combatir el problema con el sistema antihielo, y al pasar por la vertical de Tánger salieron de las nubes hacia la noche despejada. Por las luces de las ciudades, pudieron ver el dibujo de las costas africana y española del Estrecho. Mojados de sudor y agua, la tripulación se miró contenta. Después de cinco horas y cincuenta minutos en el aire, aterrizaron en Morón, donde repostaron para salir hacia Manises.

Entraron lloviendo en Manises con el capitán Gómez Torrente ahora a los mandos, que realizó una aproximación GCA valiéndose de vez en cuando de los limpiaparabrisas. Les descargaron parte del material y les pusieron carga para Torrejón. A pesar de la lluvia, el comandante se asomó al portalón del avión, donde aspiró aquel aire marino tan familiar para él y que tantas veces había respirado durante los ocho años que de teniente y capitán perteneció al Ala de Caza nº 1. Acabadas las operaciones de carga y descarga, la tripulación se despidió de los de Aitana. Era más de la una de la madrugada cuando rodaban otra vez entre las balizas azules de las mojadas pistas de Manises. LLegaron a Torrejón pasadas las dos. Se habían metido en el cuerpo diecisiete horas y cuarenta y cinco minutos de vuelo en menos de dos días. ¡Y qué horas...!.


El comandante llegó a casa cerca de las cuatro de la madrugada y entró con cuidado para no despertar a su gente. No obstante, su mujer le preguntó adormecida si todo había ido bien. Le contestó que muy bien mientras se desnudaba, le dió un beso y se metió en el cálido lecho, pero a pesar de estar roto de cansancio no lograba conciliar el sueño: los oídos le zumbaban, parecía que la cama se movía y hasta tuvo la extraña sensación de marearse; su cuerpo reproducía los meneos del avión, lo que viene a denominarse el mareo de tierra. Su mente recordaba los momentos pasados, los rasgos humanos hallados, las peculiaridades de los vuelos en avión de transporte, el subteniente que se vió obligado a dejar en Gando... Palpó el somier para comprobar que era de madera y que era su cama; ya completamente seguro, sintió pena por el hombre, pero se alegró a la vez de no haberle dado la oportunidad de decir con voz temblorosa que a él no le dejaron subir en aquel avión que nunca llegó.

Debió decir algo en voz alta, porque su mujer se despertó sobresaltada: "¿Qué dices?".

"No, nada, que los muchachos del nivel nueve cero son unos tíos", y se durmió ante la perpleja mirada de su mujer, que moviendo la cabeza resignada, volvió a acurrucarse junto a él.



El comandante Almodóvar Martínez llegó a general y se convirtió en una leyenda dentro del Ejército del Aire, por méritos propios. Pionero de los reactores de combate en España, Jefe de la Patrulla Ascua, virtuoso del vuelo y consumado profesional de la milicia, representa una luz de guía para todo aquel que pretenda hacer de su carrera profesional, su vida toda. Cuando hace sólo unos días hemos perdido a otra de esas leyendas irrepetibles de la mano del general Abad Cellini, ¡con sólo 64 años!, uno no puede dejar de pensar que son demasiadas pocas las leyendas con las que contamos, como para creer que todos los problemas de las Fuerzas Armadas se solucionan eliminando generales. Me preocupa menos que un hombre en los sesenta disponga de una cómoda silla en su despacho, que uno en la treintena se aferre sin más a su poltrona. A los que gritan con denuedo que "aquí lo que sobran son generales", les digo sinceramente que prefiero antes mil veces una leyenda, que repetir ciegamente ese mito de mierda.

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